Del caos surge el cosmos




Los he escuchado tantas veces. Les dicen simios, primitivos, salvajes, vándalos. Desde la cómoda ilusión de racionalidad que les otorgan sus doctorados y la neutralidad cómplice de sus instituciones. Ustedes los insultan desde sus pantallas táctiles y piden más eficacia policial. Dicen: ¿Por qué no actuaron cuando estaban saqueando? ¿Cómo dejaron que se incendiara el centro? Sospechoso. Y es cierto. La policía golpea con sus bastones a lxs abuelxs que abollan su rabia en las sartenes. Nos disparan por la espalda escopetazos mientras arrancamos de sus gases. Secuestran escolares cuando caminan solxs de vuelta a sus casas. Pero no se atreven contra la iracunda masa sublevada, que halla en el fuego a su mejor cómplice. A esxs cabrxs que queman las sucursales de AFPs y grandes tiendas, que revientan las vitrinas donde el capital ostenta lo que les niega, a ellxs, ustedes más encima vienen a pedirles civilidad. Pero con toda su teoría, se quedan cortos. Porque les falta calle.

Pues quien se subleva no requiere explicaciones. No lo digo yo, lo escribió el pelado francés al que tanto citan en sus papers: "Es necesario un desgarramiento que interrumpa el hilo de la historia y sus largas cadenas de razones para que un hombre pueda, realmente, preferir el riesgo de la muerte a la certeza de tener que obedecer" (Foucault, 1979). La desobediencia es una pasión alegre que desborda toda lógica, sobre todo las concentracionarias. Si la revuelta explotó en el Metro de Santiago, epítome de la sociedad carcelaria, el torniquete no era únicamente el dispositivo de cobro, sino una metáfora de nuestra mansedumbre. Entonces, su destrucción no es una acción luddita como las de los saboteadores de máquinas del diecinueve. La destrucción de la infraestructura de la explotación puede obedecer a algo más genuino que un pliego de demandas. Una rabia sin explicaciones, en la que caben todos los cuerpos minorizados.

Porque no es menos cierto que detrás de una capucha puede haber cualquier rostro. A nuestra multiplicidad le llamarán división, pero no queremos idealizar la mascarada, sino vivir la intensidad común del desacato. Por eso no me sumo al juicio bienpensante del pacifismo ciudadano. Porque en el 2004, cuando corría ciego de los gases lacrimógenos por el Parque Bustamante, en las protestas contra Bush y la cumbre del APEC, fueron caras de polera quienes me levantaron del suelo mientras corrían los perdigones por nuestras mejillas. Y son esos saqueadores para los que piden represión quienes hicieron correr los chocolates y las bebidas energéticas recuperadas entre las personas que estaban al borde del desmayo por el chorro del guanaco el fin de semana pasado en la avenida cualquiera de una ciudad austral. Sin duda que también hay agentes infiltrados por montones, intentando captar la singularidad del camuflaje para la cacería posterior. He visto el miedo en sus caras cuadriculadas, el rictus nervioso de sus sonrisas afeitadas que los delata como sapos, cuando son increpados por esos mismos vándalos contra los que ustedes pontifican en la noche silenciosa de Angachilla.

Lamento decirles que no hay traducción académica de la tragedia cuando no se pone el cuerpo en el conflicto. Decanos del derecho sin justicia en este estado de excepción permanente: ¿a qué corazón le causa espanto una municipalidad saqueada mientras se muestra indolente por los cuerpos desgarrados?

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