Salir de la melancolía




Cambia la música si te desarmoniza. Haz ejercicios de respiración. Lee los poemas insurrectos de heddy Navarro y la guerra florida de dani Catrileo. Haz al menos un cómplice entre tus vecinxs. Vez que puedas practica conducir pero siempre procura caminar. Es el mejor ejercicio para reconocer las cámaras y los sapos, quienes se delatan por el miedo en sus ojos.

Sal del cuarto, sobre todo si no es propio.

Salí de la casa de infancia –que será demolida junto con todo el paradero catorce donde bebió pepe cuevas- y bajé al metro bellavista línea 5. Es dieciocho de noviembre, un mes de la revuelta, y hacen 38 grados en Santiago. Otro corte dar cara a los gases y balines en esta distopía ardiendo.

Dos cacas de fuerzas especiales ante los torniquetes y otros cinco funcionarios de metro en el escolar. Valido mi pase a lo perkin y observo, pero el más observado soy yo, sudando como caballo, con dos bolsas en la mano llenas de gafas antibalísticas y laser astronómicos, tratando al mismo tiempo de pasar piola y grabar en mi cuerpo toda esta exquisita sensación de normalidad rota para siempre.

El tren pasa de largo en pedrero, y en san Joaquín devuelven una lacrimógena desde adentro de la puc. Los paneles jc decaux exhiben sus pedacitos de cristal como los mejores pixeles glitcheados del espectáculo en caída libre. Versos en las paredes, Zurita: “Contra tu orden burgués… / “Nos cansamos... / ”Fuertes como el mar… Y las iniciales de los gatos universalmente bonitos (nunca las clases de lógica hicieron tanto sentido).

Anarquía en el bajo suelo. Violeta en el aire.

Voy camino a la casa de mi viejo para pedirle su auto y llevar a mi amigo al hospital. Al oscar le pegaron un tiro en la pantorrilla hace tres días. Por detrás, como disparan los cobardes. Aún tiene el proyectil dentro de su pierna y lo que le dijeron lxs voluntarixs de salud que lo atendieron en la improvisada campaña afuera del Crown plaza es que tendría que tomar antibióticos para que el balín se encapsule y unas semanas después podrían sacárselo. Primero debía radiografiarse y para eso un médico que era su alumno de música lo iba a atender fuera de la hora de trabajo en el Salvador. Pero mientras, su sangre se llena de plomo. Oscar me pregunta qué pienso de esto. Por supuesto, ambos desconfiamos del acuerdo político y sabemos que, como en La batalla de Chile, esta es la lucha de un pueblo sin armas. No tenemos ningún frente patriótico ni tampoco la revuelta obedecería conducción alguna. Nos abrazamos frente a la escultura del cerebro que está a la entrada de neurocirugía y, una vez más, el deseo de cuidarse –el acto más revolucionario decía johanna Hedva- saca lágrimas de emoción, porque la vida es frágil y es bella y es ahora.

Me deshago del auto y mi viejo comparte su almuerzo conmigo. La cerveza está tibia pero no importa. Él maldice contra el frente amplio, pues confió demasiadas veces en la gestión de la esperanza. Sin embargo, ninguno imaginó que el himno de la vieja izquierda sería actualizado con la pulsión rabiosa y alegre de lxs desafectadxs.

Cada despedida es un ensayo del peligro.

Mochila con el casco, los guantes, el agua, la mascarilla, el láser, las gafas de seguridad. Encapucharse ha pasado a ser una técnica sofisticada para mantenerse en la calle.

Voy a plaza de la dignidad caminando por avenida Providencia. En salvador, escupo al lado de un piquete mientras sigo de largo. El paco, humano-demasiado-humano (los cerdos y los perros no torturan, nos recuerda el antiespecismo), me grita bien macho QUÉ TE PASA CONCHETUMARE. Doy vuelta la cabeza sin dejar de caminar y suelto una carcajada nerviosa teledirigida al maldito. No quiero imaginar lo que sería recibir una golpiza de esta tropa de torturadores de metro noventa que se drogan sólo para azuzarse, porque uno toma drogas para pasarlo bien. Cien kilos de pudrición social descargados sobre las carnes más tiernas del pueblo alzado. Estas piernas que han sabido pedalear me libren de su cacería.

En condell comienza el mercado de la revolución, y como no somos sacerdotes de ninguna religión, aquí nadie va a echar a lxs vendedorxs de cerveza porque todxs tenemos sed. Hace dos años estuve en buenos aires y el pueblo estaba sublevado en repudio al recorte de las pensiones. En el subte camino a la marcha gritaban que los viejos no se tocan y tremendas columnas de trabajadores ocupaban la plaza del congreso. Las yutas federal y metropolitana cargaban sin interrupción con escopetas y motorizados, mientras los guachos y las pibas les regalaban literalmente tormentas de piedras. Era diciembre y la sensación térmica bordeaba los 40. Entonces vi que mucha gente se bajaba sus latas de isenbeck y Brahma, también corría faso, y era la nafta del aguante, el combustible anímico de los descamisados, mezclando a evita con los juguetes perdidos. Sin embargo aquí la Pilsen indica zona segura, junto al clásico comercio de banderas. Predominan wenufoye, demasiada tricolor y poca wiphala.

El gas tóxico está en el aire y todxs andamos con alguna clase de máscara, además de variados estilos de gafas, antiparras y hasta cascos medievales, entre muchos otros de bici rayados 1312. El edificio de telefónica, tan blindado como vandalizado, presenta hermosos daños hasta los ventanales de su quinto o sexto piso. El caballo de Baquedano cubierto de personas, como es ya postal con el cielo en llamas. Son tantos los versos del spray y ese desborde, lejos de saturar, indica la profundidad de la grieta. Esa cosquilla de experimentar vida sobre la ruina. Obviamente, había visto los videos de la repre y leído testimonios de los miles de abusos y violaciones, pero estar ahí era distinto. Me asomé al hoyo donde estaba la entrada al metro y la 60 comisaría, que operó como centro clandestino de detención y torturas. Las rejas cubiertas de camotes y la gente los seguía llenando. Cada tanto los pacos disparaban desde adentro, principalmente bombas lacrimógenas. Entonces se les volvía a camotear como corresponde. Ahí hice mi debut con el láser, pero no se lograba distinguir si los cobardes estaban escondidos en la oscuridad de su cloaca.

Hay una costumbre. Si se escucha un tiro, todxs nos agachamos. En las barricadas están lxs escuderxs defendiendo la llamada primera línea. Éstxs son menos en cantidad que lxs lanzadorxs, pero su despliegue es esencial, pues cuando comienzan las cargas levantan dos niveles de protección, impidiendo el alcance hacia quienes quedan de pie. Abundan lxs repartidorxs de agua con bicarbonato, a quienes unx se acerca cuando está muy afectadx, y les descubre con confianza la cara para recibir el rocío, cuando no también una palabra de ánimo.

El mercado se extiende por el parque forestal, pero me cubro por completo pues voy hacia la alameda hasta el escenario principal: la barricada de ramón Corvalán. Esa callecita por donde doblaba la 210 a puente alto. Las canteras están en todas las esquinas. Con martillos y combos se fractura el cemento para arrojarles a granel a los uniformados. Permiso cabros, abran paso, dice uno que lleva un saco de camotes sobre un skate y abastece a lxs lanzadorxs. Los piquetes están a la altura de una calle que todavía se llama carabineros de chile, aunque sospecho que no durará mucho más esa nomenclatura. Cada tanto el guanaco avanza diez metros, dispara su chorro y retrocede. Los piquetes hacen tiros de escopeta y lacrimógenas. El disparo de la stopper causa un eco ya conocido, todxs distinguimos la percusión de una bomba lacrimógena y miramos al cielo para ver su trayectoria. Al caer, si no es devuelta a los criminales se somete al rigor del agua adentro de un bidón de benedictino. La división del trabajo en la revuelta es espontánea. Dicen que cada unx sabe para qué es buenx. Pero soy porfiado y agarro un camote porque tengo rabia y como estoy nervioso avanzo al costado de la escudería y arrojo el proyectil en dirección a los pacos, alcanzando un lamentable resultado de unos pocos metros sobre el cemento. Hay tiradorxs con hondas que son más asertivxs, ellxs incluso varían los proyectiles con bolitas y tuercas. Me dedico un rato a abastecer a lxs tiradorxs, cuando cae una lacrimógena a menos de dos metros. Nos demoramos en devolverla y para entonces habíamos tragado la mitad del gas. Tuve que retroceder hasta el bandejón y allí me aliviaron con los rociadores. Saco mi teléfono de la mochila y llamo a mi amiga carla, a quien también habían herido hace unos días. Pero la lamien es brígida y no se arredra con tres perdigones. Quedamos de juntarnos afuera de una farmacia. Le pido unas fumadas a un desencapuchado y desde los parlantes del edificio donde está Telepizza suenan los prisioneros. Lxs que sobran, cantamos, y una chica baila algo tipo ballet mientras echan a un tipo. Erís machito, le gritaban, andai agarrando poto, erís igual que los pacos. Eso y un par de patadas en la raja bastaron, algo así como justicia sin ley.

Fue poco lo que pude ver a carla, pero el abrazo duró harto y quedó en la sonrisa. Después de perdernos, acudí a las barricadas que están entre el museo violeta parra y la embajada argentina. Por la calle de los malditos avancé practicando el láser y eran al menos diez sobre el parabrisas del guanaco, que se debió girar para rellenar de agua en un grifo. Cuando se juntaban suficientes tiradorxs y la escudería aseguraba un mínimo de defensa, comenzaba el grito de guerra de este devenir manada. Gutural y profundo uhhh / uhhh / uhhh a lo mono, elevando la adrenalina colectiva mientras se avanza uno, dos, cinco metros. Una ñaña encapuchada y con falda hace varios lanzamientos con su honda, cruzamos brevemente la mirada, veo sus arrugas, debe tener la edad de mi madre. Es decir, la edad de jubilación que es la de la miseria y por lo tanto de justa ira. Luego la yuta nuevamente carga con tiros y gases. Un cartucho lacrimógeno impacta de lleno en la cabeza de un cabro más adelante. Y entre varixs le abrimos paso a lxs del SAMU que están dando cara como el mejor aparato de sanidad. Al tiempo que lxs rescatistas mueven al herido a una zona de atención, van recibiendo aplausos, a los que me sumo sacándome por un momento los guantes que han soportado bien el calor de los proyectiles.

Un pique de construcción donde antes estaba la facultad de química ofrece numerosos implementos para el combate callejero. Las vigas sirven para derribar las cámaras en altura. Las mallas de alambre son trampas para la yuta en las barricadas. Los cholguanes y las maderas hacen las veces de escudo, cuando no van a dar al fuego directamente. Una manguera despide un tímido chorro de agua que los manifestantes dirigen hacia la antigua entrada de arturo Burhle del metro baquedano, desde donde le gritan a los pacos al subsuelo que de a poco se van a ahogar. En algunas esquinas se preparan cables de acero a la altura de las ruedas de los blindados. Se ven pocas mechas y hay que cuidarlas. Alguien pide una botella de vidrio. Dos minutos después vuela una molotov sobre la embajada y los sprinter deben retroceder. Drones sobrevuelan a más de 200 metros de altura, pues mi láser no los alcanza. Truenan los fuegos artificiales por varios minutos frente al parque Bustamante. Hay gente que viene con sus trajes de oficinista e igual no más camotea su hastío con mejor o peor puntería. Cae la noche en vicuña Mackenna y el verde láser ilumina al zorrillo que arremete hasta calle viña del mar, cubriendo de blanco esas calles de moteles donde una vez yo mismo fui oficinista.

Pero tengo pasaje de vuelta al sur y tengo que salir de aquí para llegar al terminal. Como supimos después, hubo gente que debió tirar su pellejo al lecho del Mapocho para salvarlo de la encerrona criminal que diseñaron los estrategas de la masacre. A esa hora, la Pilsen de medio estuvo a dos por luca así que me empiné la oferta junto a un piño de estudiantes que, ni bien divisaron la micro de pacos en avenida Rancagua, los encaramos al canto de la villera. Porque somos parte de esta champurria Abya Yala alzada, y las balas que nos tiraron van a volver.

Comentarios