Memoria / Testimonio VI





17 y 20 de noviembre, Valdivia y la vida pasada

La lluvia de noviembre me hace recordar los meses invernales. Susurrantes deseamos que llegaran a su fin. Ahora veo julio como una sustancia lejana y lo echo en falta. Escuchar el sonido de las gotas cayendo sobre los estanques, las canaletas saturadas derramando la cascada acumulada de polvo, luego barro. Se siente como ver a un ser amado por última vez. Una mezcla de ansiedad y maravillamiento o de belleza y dolor. El sopor de la insolación mezclada con marihuana genera un adormecimiento difícil de ignorar. En realidad, hace que todo sea más fácil de olvidar (el gato decide que quiere un poco de cariño justo cuando me dispongo frente a la pantalla para escribir). Así es esta ciudad. Un día llueve cual invierno consumado, y al siguiente recibes una insolación por olvidar ponerte sombrero y bloqueador. 
 El humano es animal de costumbres. El principio de inercia: la capacidad de los cuerpos de mantener su movimiento o, en su defecto, reposo relativo. Una cadena de melancolía e incomodidad se produce cuando ese orden se ve alterado. Dices “quiero que las cosas vuelvan a ser como antes”. He ahí el quid de la cuestión. Nada vuelve a ser lo que fue. Y en realidad no quieres que todo vuelva a ser como antes. ¿Para qué? Para volver a atraparte en tu “tengo que levantarme temprano mañana pa la pega”, pasar al mall a comprarte una ropa que te haga ver como deseas verte, al menos intentarlo, porque recuerda: odias tu cuerpo. ¿Quieres que las cosas vuelvan a ser como antes para caminar de nuevo por las calles de la ciudad escuchando musica e imaginando que estás en otra parte? En un lugar como Nueva York, en el primer mundo, donde todos son felices comprando Luis Vuitton y consumiendo cine de pacotilla. Pero un día en Nueva York el mundo supo que también habían pobres y sucios como nosotros. Los mismos que decidieron también “evadir”. Los pobres y sucios somos los que no queremos volver a la normalidad, por muy tranquilos que estábamos poniéndonos el lazo al cuello, tranquilos porque no teníamos que recordar, acostumbrados a los micro horrores cotidianos, total, no estamos tan mal, ¿cierto?. Porque no escribíamos poemas en el suelo del paseo, ni nos atrevíamos a rayar nuestro dolor en las paredes. Pensábamos que todo era injusto pero bueno, tampoco estábamos tan mal ¿o no? Que le íbamos a hacer. Parecía imposible pensar una posibilidad diferente. Hasta que un día se encendió la rabia y miles de tus y yos salimos a gritar nuestro tormento. Y escribimos poemas en la calle y nos abrazamos y lloramos y gritamos en la plaza y los milicos y los pacos salieron a matarnos y algunos morimos, otros nos salvamos pa la próxima. Sigamos marchando sin bautismo alguno. Niños sin padre. Despatriados. Apatrios. Parias. Abajo la patria, arriba la matria. Tu madre y la mía nos parieron a todos y se estaban calladitas trabajando, amamantando. Criando solas sin quejarse una vez. Mi mamá me enseñó a leer y a escribir. Mi mamá me enseñó que leer era costumbre digna. Los libros eran los objetos más preciosos de la casa. Teníamos unas colecciones de libros de pintura, recuerdo haber visto uno de Van Gogh, con unas láminas enormes escondidas entre las páginas.
Mi mamá nunca me habló de lo que vivió durante la dictadura de Pinocho. Por muchos años creí que ella no habría sufrido como los demás, que tal vez era muy chica, que tal vez no se juntaba con la gente nominada a muerte. Hoy me llamó por teléfono llorando y me dijo “no quiero que vuelva lo del 73. Por favor, dime que no volverá a suceder, tu no estuviste ahí, no sabes lo que fue”. Mamá, yo escribo poemas. ¿Qué peligro para el orden público podría representar un escritor de poemas? No sabía que tenías esta pena escondida tan profunda. Mamá, gracias por ayudarme a escribir poemas, que no representan peligro alguno para el orden público, pero al menos hacen sospechar de la supuesta inamovilidad de esta realidad que nos meten a la fuerza. Digamos que no me pongo a devolver las lacrimógenas en el frente. No bailo, no hago música ni muralismo, no sé tirar piedras (aunque me gustaría), pero sospecho. Tú me enseñaste a sospechar. Y ahora me pondré a sembrar sospecha como virus, invisible y letal. Sospecha de la realidad, sospecha de la permanencia, sospecha de todo lo que tenga una cabeza. Y que ardan todos los ritmos que no se pueden bailar.

Comentarios