FAMILIA MILITAR 4: LAS ESQUINAS DE LOS FISKALES
Bastó llegar a la esquina para sentir el olor de las lacrimógenas. Estaban demasiado fuertes. Una familia corría y un hombre a lo lejos no podía parar de toser. Parecía que le iba a dar un desmayo, pero no alcancé a ver más. Mi garganta empezó a cerrarse y ya en casa boté sangre por la nariz. El derrame no paró como en 15 minutos. Pensé en dónde y cómo el Estado compra las bombas, en los niños que corrían, en el entrenamiento de los torturadores, en la construcción clausurada de la subjetividad policial. Vivimos en una nueva Palestina o en un Wallmapu militarizado a lo largo de los territorios. Inmigrantes, primeros pueblos y mestizos. No son 30 pesos, son 30 años. No son 30 años, son 100. Y podríamos seguir más atrás. Ya es suficiente la libertad vigilada.
Fuimos
al puerto a una tocata de los fiskales. Con Eduardo, los escuchábamos en el
contexto de las borracheras de Belloto. Ron Silver, era el tema. Sus canciones marcaban
la experiencia de la indescifrable adolescencia. En eso andábamos en Villa
Alemana cuando nos agarraron tomando en la calle y nos llevaron a la comisaría,
junto con unos compañeros de liceo. Creo que éramos 5 o 6, quedamos como los
culpables, pero esa es otra historia. Trajeron a un preso moreno, ancho de espaldas,
entre unos 25 o 28 años. Esposado, con las manos atrás, los pacos llegaron con
toallas mojadas y empezaron a darle. Estamos hablando del año 92 o 93, creo. La
tortura duró una media hora o quizás un poco más. El preso no dijo nada; el choro
muere callado. Mudo, sonaban los golpes y las risas de los policías. Esta era
nuestra bendita democracia sana.
La
segunda vez que nos llevaron en los noventa fue en Quilpué. Aunque esta vez se
justificaba. Con Eduardo, borrachos, agarré un palo (mi amigo ya tenía el suyo:
por precaución, salía a carretear con un bate) y empezamos a romper los vidrios
de los negocios del centro. Arquero, y profesor de educación física en la
actualidad, Eduardo siempre tuvo mayor fuerza y logró quebrar la vitrina de la Cruz
Verde. La que da justo en la esquina entre Claudio Vicuña y Andrés Bello. En un
minuto, ya estábamos esposados. Fue predecible; otra vez se nos vinieron los
fiskales a la cabeza: Padre Hasbún y la concha de tu madre.
La
primera vez que nos subieron los pacos a la cuca fue en la esquina de la
población. Pasaron alrededor de diez personas corriendo; por mala suerte,
estábamos tres amigos en el lugar: Pancho, Tito —sordo de nacimiento— y yo. Asomó
de pronto un vehículo blanco sin patente, y bajó un tipo con un arma
apuntándonos. Nos puso contra la pared. Empezó a registrarnos, y como nuestro
amigo sordo no entendía nada, el tipo se desesperó. Giré la cabeza para decirle
que no escuchaba, me puso el revolver en la sien, y le grité como pude: “es
sordo”. Llegó la patrulla y nos metieron adentro. Tito empezó a emitir unos
rugidos tan intensos que hasta el día de hoy los recuerdo. No tuvimos que
testificar la situación; nunca se supo quién era el paco de civil y no podíamos
preguntar. Esta es la silenciosa superficie de la postdictadura. Alicia en el
país de las mentiras.
J. P.
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