Familia militar 3: Allende sin palacio
Paisajes de la capitanía
general, así podría llamarse esta crónica. La representación del arte a veces colabora
con la memoria popular. En el último festival de cine asistí a la exhibición de
Eloy. Estaba presente Mario Lorca, actor de Punucapa que representa dos
personajes al mismo tiempo: el paco y el ladrón, como el antiguo juego. Su función consiste
en mostrar la traición. Es una hermosa película, con esos tonos en blanco y
negro que le dan intensidad al carácter; el bandolero, figura del héroe
proletario —interpretado por Raúl Parini—, traza la soledad del hombre recio al
modo del western a través de la pérdida y la incomprensión. A diferencia de
Parini, Lorca interpreta la figura ladina del ladrón y el carabinero
desclasado, el elemento clave de la descomposición y la deslealtad. Lo explicó
en la sala de cine después de la exhibición: aprendió la risa que gobierna a
estas dos figuras, el sarcasmo como forma de habla y sometimiento. Antecedente
anímico que construye a los delatores; la humillación y el abuso del poder que
articulan la modulación de su sonrisa.
Las instituciones armadas
no extraen su población de la nada. Una de las fuentes de la pesca de arrastre fue
el “amado” huaso chileno, que en el campo vivía pauperizado y en condiciones de
sobrevivencia. Lo verbalizo en el pretérito perfecto “fue” porque sus capturas
se han trasladado. Estas instituciones constituyen también una población,
aunque domesticada de tal manera que se excluye del pueblo. El humor ladino,
tan bien retratado por Raúl Ruiz, tiene ese doble filo: la resistencia ante los
mandatos del dueño de fundo, con el uso de un silencio preciso y filoso que
resguarda sus intenciones, así como la violencia albergada en su indescifrable
subjetividad, llegando a emplear la agresión contra su misma procedencia social.
Gracias a que Carlos Droguett participó como guionista, Humberto Ríos retrata
un Eloy con la intensidad sicológica de la resistencia, proveniente del origen
de clase. El bandolero conforma un héroe solitario, patriarcal y violento, aunque
no pierde de vista las condiciones de vida que lo llevaron a esta situación. A
pesar de su formación en la crueldad, tiene la suficiente capacidad de
autoanálisis y experiencia como para reconocer la historia de sometimiento que
el orden del mundo le ha exigido.
En una escena que despertó
la polémica entre el escritor y el director, Eloy se habla a sí mismo en su
velorio. El director la encontraba demasiado surrealista, pero Droguett
insistió en escenificarla; por una parte, este breve disenso da cuenta de dos
formas de realismo en disputa, pero también de la potencia de reconocimiento
reflexivo del bandolero. Ese “darse cuenta” de las condiciones existenciales de
la muerte y su lugar en el mundo de los oprimidos, manifiestan los cortes de
escena del salto y la disrupción en la linealidad progresiva de la vida; es
decir, el triste riel de la catástrofe que exige el obediente sometimiento,
encarnado por el personaje del carabinero. Los recuerdos, la huella frágil de
la historia, articulan la deshilvanada memoria legada del daño —tanto
individual como colectivo— y, por lo tanto, el anónimo fulgor del pasado que
irrumpe por medio de los objetos y las heridas en el cuerpo de Eloy. Huellas
mnémicas, difíciles de articular en palabras, que se transmiten desde el dolor
y los abusos.
Estos abruptos cortes en
la filmación muestran otra temporalidad, otra dramaturgia en el tiempo de la
historia de Chile. No se trata de la comprensión del pasado como una conciencia
histórica hilvanada en una secuencia, proveniente de la concepción ilustrada.
El rostro de Raúl Parini grafica en sus surcos el paso lacerado de la
existencia. Atrapado en una casa pobre de campo, luchando solo contra la
policía armada, Eloy es un Allende sin palacio. Comprendió la potencia de la
traición; y aunque no podía hacer nada contra ella, atisbaba de donde venía la
estructura de la violencia. Como El gavilán de Violeta Parra, la
tragedia no consiste en la muerte, sino en la soledad y el aprendizaje de la
desconfianza. El sarcasmo de la familia militar sedimenta experiencia de la
humillación, por medio de la cual el cinismo mantiene arraigado los
estereotipos de clase. Apela a la resignación y la uniformidad de la vida, sin
expectativas de vida, que el uniforme normaliza. Vestir el cuerpo, paso a paso
(imaginen: desde las botas, los cordones, la hebilla y el gorro), significa
relegar los deseos a la fuerza de un otro que se apropia de los sentidos. ¿Esta
es la actual diferencia que se da en las calles entre pueblo y población?
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