Hermanxs: No tardemos en salir, ¿bueno? / Puede inquietarse mamá







En estos cincuenta y tantos días, considerados desde aquel 18 de octubre, cuando ardieron los metros de Santiago que vinieron a signar la chispa de una mecha prolongada como años luz (aunque en modo nacional, como sabemos, haya estallado al día siguiente: ¡Ay de aquel sábado glorioso de octubre!, irrepetible como parece, frente a una sinuosa distancia), algo de y entre nos ha muerto unas cuantas veces, y otras tantas más, ha vivido tanto de todo.

En caso alguno quiero ni pretendo, por si las moscas, hacer una síntesis o resumen de la majamama en ciernes, tan clara como brumosa, en la que a partir de entonces damos en poblar. Porque he y hemos oído tantas cosas estos días y visto tantas más, a su vez. Y angustiado, en suma y sin lugar a muchas dudas, más que cuanto hemos dormido. Pero he dicho menos de lo que he escuchado y dicho bastante más de lo que he escrito –guiño mediante–. Mas heme aquí, escribiendo de nuevo, poseso como de costumbre (perdonen las bifurcaciones, nunca sé bien a dónde voy, lo mismo en la escritura que en la vida, cual si fuesen cosas distintas).

Días, semanas, horas, segundos vueltos meses. Pienso en el tiempo como en un despeñadero. E ineludiblemente recuerdo algunas canciones, e incluso versos, y con ellos, ciertos planos que son recortes de memoria: La vida es eterna en cinco minutos (V. Jara) / Que veinte años no es nada (Gardel & Lepera) / El tiempo es una cosa larguísima (Maiakovski) / o ésta otra que compartió en su muro virtual cierto joven militante, hacia fines de los octubres: Hay décadas en las que no pasa nada y semanas en las que pasan décadas (Lenin).   

Semanas-décadas en las que hemos vivido algo que excede y, por ello, es mejor que cualquier palabra; y que, en consecuencia, no puedo ni sé (como) nombrar. Tal vez nombrar, pienso ahora, no sea (tan) importante. Quizás nos hemos acostumbrado demasiado a buscar en todo la palabra exacta, el concepto dócilmente acotado. Como fuere, es un algo que, a menudo, llegué a creer que jamás ocurriría. O mejor: Algo que no pensé llegaría a ver, no al menos mientras viviera.

Y sin embargo, nuevamente las ausencias.

Porque sí, hay docenas y decenas de muertxs; cientos de mutiladxs y agredidxs son miles, pues las nóminas de las barbaries suelen ser infinitas. Pero hay también quienes murieron antes de que todo esto iniciara. Murieron no porque hayan querido, pero sí que se decidieron a hacerlo. Dieron ese paso adelante que es la muerte, y que nosotrxs, por ahora y juicios aparte, no sabemos sino dar en falso. No voy a nombrarles aquí, pues a qué. Que cada cual recuerde a quienes, desde más adentro de la piel, les son revenidos. Alguna sonrisa, un diálogo al voleo, días encapotados.

“Recuerdo, y una angustia / se esparce en mí como un frío del cuerpo o un miedo” (Álvaro de Campos, sale a colación). Les recuerdo no por el acto de sus muertes, sino porque, a lo largo de estas semanas-décadas [ya te me pegaste, pelado], he llegado a creer que, bajo estas circunstancias, sus muertes tal vez no hubieran sido tales, porque no hubieran sido en absoluto. Y bien puede ser materia de sugestión, como ciertamente es, pero la verdad es que uno conoce a sus muertos y muertas. De cuando fueron vivos y vivas, claro está, en el sentido más literal. Pero les conoce, sin embargo, o conoció, que para el caso es igual (aunque aún en todo, valga la dislocación, prefiero el tiempo presente). Y por ese aventurado conocimiento, tiendo a creer que todo este algo pueda ser también soplo de vida colectiva. Un algo que faculta que, entre tanta muerte en derredor, ya no valga la pena sucumbir individualmente a ella. Porque matarse es ya no soportar más nada y volverlo hacia dentro; cuando ahora pareciera que tampoco ya soportáramos nada más, pero lo volviéramos hacia afuera. Algo de nos hacemos morir en las calles, para no tener que matarnos en nuestros respectivos cuartos.

Entonces recuerdo, y los muertos son nuevamente presentes. Les llevo en mis gritos, en las proclamas, en mis consignas. No les juzgo por darse muerte, miren que harto valor que hace falta; ni tampoco es que piense, antojadizamente, un pretendido y condescendiente: Haber esperado un poco más. Que no ("¿como qué no? / mírate / míranos"). No tengo deudas para con sus recuerdos.

He leído más de algún cartel colocando: "Se lo debíamos a…."; cuando la verdad, creo mejor recordar a quienes fueron por lo sido, más que por la deuda en el haber. Prefiero pensar, en ese sentido, que si a alguien le debíamos todo esto, no era sino a nosotrxs. Y aún antes, prefiero ni siquiera creerlo en tanto deuda. Porque he ahí nuevamente reproducido el inconmensurable deber de deber: Deberlo todo y más, viendo y sabiéndose deber; deudor hasta de uno (sobre todo de uno), deber más allá de las propias deudas.

De ahí que, justamente, no quiera conservar deudas para quienes ya no saben de ellas. Si les pienso y digo, como ciertamente hago, no es para sujetarles, sino para disfrutar aún más, cuando acaece, el quiebre en la normalidad por la que, en gran parte, sucumbieron. ¡Y que se alegren mediante nos, como médiumes del tiempo, si es que podemos!

Mientras el viejo suicida en el muro de avenida alemania (caiga también ese nombre de calle) permanece todavía ahí, salvo que ahora rodeado de un abismo blanco, como ver no alcanzaron. Y bajo él, un enorme: “estado asesino y violador” (pero en mayúsculas). Y alrededor, los tránsitos de siempre irrumpidos entre rayados: Grandes trozos del fresco nacional, nuestro pequeño desierto de aburrimiento, rodeado de fuego y pimienta.


***


[Las fotos de la imagen son recortes de otras. La de "Mi lucha es por vivir" a la izquierda, la tomó Betania sin hache; la de la niña de arriba: Rodrigo Rojas de Negri, la del suicida de abajo fue por gugleo y la de la derecha la capturó Goras Tomasevic, en algún momento de lo que va de este mes]

Comentarios