FAMILIA MILITAR FILOSÓFICA
No nos hablaba. Partía la
clase con una frase en griego y luego la desglosaba con lentitud. Un fragmento del
Sofista de Platón, por ejemplo. Con la solemnidad de un sacerdote, las
letras iban ganando sentido en el idioma original. Nosotros, la mayoría
estudiantes de provincia y primera generación que ingresaba a la universidad,
con suerte habíamos aprendido algunas palabras en inglés. Salvo a una compañera,
que había estudiado en el Colegio Alemán, el maestro no respondía preguntas ni
aceptaba comentarios; y cuando alguien quería intervenir, hacía como que no nos entendía. Éramos unos bárbaros, supongo, para su nivel.
Teníamos que ponernos de acuerdo, pasarle las preguntas a nuestra compañera, y
esperar que llegara la iluminación.
Así se enseñaba Heidegger.
Un sometimiento a pautas de lecturas, el respeto religioso al texto y al
profesor que dominaba en varios idiomas el libro, el gran libro, Ser y
Tiempo. Esta práctica coincide con un aprendizaje de larga data en Chile;
la escuela del sometimiento a una hermenéutica de la violencia, cuya imagen
radical proviene de la adoración por una cultura alemana superior y el
menosprecio de la situación concreta de donde surgen los discursos y, por qué
no decirlo, los sueños. Esa enseñanza del lector adusto tiene sus rigores y,
quizás, sus beneficios; también manifiesta la expresión de una raigambre más
amplia: la religión como matriz que se inserta en la filosofía, el culto por
una autoridad que controla y repite a los grandes maestros, el rito de
ningunear al ignorante estudiante chileno. La familia militar filosófica
también tiene su memoria histórica.
Pero esta forma no solo se
muestra en la consuetudinaria enseñanza de la filosofía que, creo, se está
acabando. Una vez vi a ese “maestro” salir a marchar por la educación pública y
pasar por revolucionario junto a las nuevas generaciones. Ojalá haya sido así:
que su adoctrinamiento de los noventa fuera desplazado por los aires del dos
mil. Aunque déjenme guardar cierta reserva y duda. Entre paréntesis: los poetas
tampoco se quedan atrás. Esta situación llega al hartazgo cuando has visto a
las personas envejecer y, en tan solo diez años, aumentar sus rasgos
convirtiéndose en caricaturas de sí mismos; fascinados por comprenderse como un
personaje más en este circo desolado y triste de la capitanía general. Risas que apelan a un vacío
entre el adoctrinamiento y el aparente juego de la transgresión que, con los
años, se va cristalizando en un nuevo autoritarismo.
Digo esto último porque
parece que existen dos formas insistentes de perpetuar la memoria y el olvido
en Chile: la estructura de la represión y la del golpe de estado. Los sueños se
prolongan en el tiempo; se anclan a un inconsciente material que se muestra en
las prácticas cotidianas. Se puede soñar la violencia, apostar por el lugar del
represor, aprender a golpear con gozo. Nos falta mucho análisis, como decía en otra crónica, acerca de este legado, y también sobre las respuestas -a imagen y semejanza- de esta violencia
que a la vez repite su lógica en el ámbito cultural. Agudícese la mirada, por
ejemplo, sobre la vigencia que tuvo el estilo de Nelly Richard y su aire de
familia con la enseñanza de Heidegger.
Jorge Polanco
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